Estábamos lejos de la civilización (casa de Bea), sin un
peso en la bolsa y muertas hambre, a punto de resignarnos a comer cacahuates y
medio plátano que había en el frutero cuando una voz angelical proveniente de
la madre de Bea nos dijo suavemente: “¿Voy a las quesadillas, van a
querer?”. La esperanza volvió a nuestro
rostro y con los ojos llenos de lágrimas, le contestó Bea: “Sí, te
acompañamos”.
La espera fue eterna y el hambre feroz; mientras tanto, yo
me entretuve jugando con un gato que visitaba el pequeño y concurrido puesto de
garnachas ubicado en una recóndita unidad habitacional en Tlahuac.
Desde hace mucho le traía ganas al chicharrón, así que
aproveché para quitarme el antojo y pedí dos quesadillas, una con queso. Bea
optó por un pambazo y una rebosante tostada de pata. Esa noche, el frío era
inclemente así que nos llevamos la comida a la casa.
Ya dispuestas a ingerir nuestros alimentos, me di cuenta
(con tristeza) del error que cometí: la humedad de la bolsa le había restado
firmeza a mis quesadillas que, aunque estaban buenas, no cumplieron mis
expectativas. El pambazo de Bea estaba tan aguado que era imposible manipularlo
con las manos, así que tuvo que comerlo con cubiertos, lo cual es imperdonable,
¡un pecado garnachero!
El momento álgido de la cena llegó cuando Bea me ofreció de
su pata y yo, que jamás la había probado y que durante mucho tiempo estuve
renuente a intentarlo, me atreví a comer un pedazo. La textura me desconcertó,
no me gustó tener una masa gelatinosa en la boca pero el sabor no estaba mal,
tal vez algún día le de otra oportunidad.
Al final, llegamos a la conclusión de que hay
cosas que deben consumirse en el momento y en el lugar, la casa sirve para
otras cosas como para acurrucarse y comer palomitas, pero el lugar de la garnacha siempre, siempre, está
en la calle. A primera vista
No le decía que no
¿Cómo estuvo?
He tenido mejores...
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