Era un sábado
por la tarde, y como normalmente sucede, no teníamos dinero. Habíamos llegado
al punto de pensar en vender nuestro cuerpo a cambio de comida hasta que el
papá de Bea gritó desde el cielo (bueno, desde el piso de arriba): “¿quieren
comer pescado?” Por supuesto, aceptamos; un ofrecimiento tan generoso es
imposible de rechazar. Así que nos dirigimos al local de pescados y mariscos
“La güera” cerca del Bosque de Tláhuac.
El lugar era
acogedor y el ambiente agradable, incluso había un cantante que compensaba su
falta de conocimiento del idioma de Shakespeare con las ganas que le echaba a
sus interpretaciones de “Los bitles” y otros éxitos en inglés.
La mesera que
nos atendió (por cierto una mujer sumamente cordial) nos recibió con una
quesadilla de pescado guisado con distintas especias y verduras, la cual
terminó en el estómago de Bea pues, como ya es bien sabido, no me gusta la
cebolla.
En un lugar así,
la comida es importante pero la bebida también y, como no hay nada mejor para
acompañar el pescado que unas cervecitas, lo primero que hicimos fue pedir unas
bien frías. Yo me quería ver moderada ante los papás de Bea así que pedí una
Victoria pequeña. Bea, por el otro lado, aprovechando que sus padres pagarían,
se dio gusto con una yarda saborizada con mango.
Al momento de
ordenar los alimentos, inocentemente, le pregunté a la mesera si había mucha
diferencia entre el caldo de mariscos grande y el chico. Me dijo que no y como
mi hambre era abundante y apremiante, me atreví a ordenar el más grande. Sobra
decir que cuando vi el tamaño del platillo, toda la moderación que me había
propuesto se fue al demonio. Era el plato más grande que había visto en mucho
tiempo, tenía tres pedazos de pescado, camarones gigantes y una jaiba
descomunal. La comida de Bea no se quedaba atrás: era una mojarra enorme
acompañada de papas, arroz y ensalada.
El caldo estaba
delicioso y, aunque al inicio parecía que no me lo terminaría, ese día descubrí
que mi capacidad para comer es mayor de lo que yo creía:
no sólo me terminé el caldo, sino que además, le ayudé a Bea con su mojarra, la
cual también estaba buenísima y compartimos unos duraznos con crema que ella se
atrevió a pedir de postre (aún sin haberse terminado su platillo).
Como la
prudencia y la moderación ya se habían perdido desde hacía rato, pedimos otro
par de chelas para cerrar la cena con broche de oro y salimos rebotando alegremente
del lugar.
A primera vista
Estoy enamorada
¿Cómo estuvo?
Orgásmico
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